Despierto, y esas ganas de llorar de felicidad que sentí en mi sueño se convierten en un llanto de desesperación y tristeza. Camino hacia donde está mi madre, y cojo su mano, fría y pálida, que alguna vez me hubo brindado protección. Tengo miedo, miedo de que mi madre se vaya y me abandone, miedo de que me deje solo en un mundo que a penas estoy comprendiendo, miedo de que las noches en que se despedía de mí con un “te quiero” se acaben.
-Disculpa, hijo, creo que es hora de que te vayas. El tiempo de visitas ya terminó –dice el doctor Roberts, mientras entra a la habitación.
Salgo del cuarto sin decir nada, y camino por los pasillos del hospital en silencio, dirigiéndome hacia la puerta de salida. Y salgo por fin a la calle, teniendo tan sólo al viento como abrigo y las estrellas como techo, brindándome un poquito de protección. Al llegar a mi casa, por supuesto todo está solo. Hay tanto silencio que hasta se puede escuchar. Nunca creí que estar en la casa de mamá me provocaría tanto vacío, tanta soledad.
Ahora, siento la necesidad de recordar mi vida con ella, desde que la conocí, hasta este momento, sólo para tener presente su memoria y su existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario